El Sol lanzaba sus últimos suspiros sobre la colina de Belleville. La oscuridad iba trayendo cobijo a los que no querían ser vistos -los motivos quedan a imaginación de cada mente- entre los cuales se encontraba Gerard, aquel chico pálido que caminaba por las mismas calles muertas que frecuentaba en su adolescencia. Mirad, observadle, por allí va ese extraño muchacho, tan siniestra su apatía por el mundo, tan cínico, tan prepotente, y a la vez tan melancólico por lo que iba recordando a cada paso que daba. El muro que dejaba ahora a su derecha mostraba una pintada obscena que, si mal no recordaba, había hecho un conocido suyo, años atrás. Se quedó observándolo con una mueca de asco… era eso lo que más le jodía de esa puta ciudad, la dejadez. A nadie le gustaba lo que se veía en ese muro, pero ni una sola persona se había molestado en quitarlo, en hacer que el muro luciese un poco más decente. Era mucho más sencillo mirar hacia otro lado al pasar por ahí, volver la cabeza. La gente se protegía detrás de dos palabras: ¿para qué?
Suspiró y siguió caminando con las manos metidas en los bolsillos, alzando de vez en cuando la vista de sus zapatos para orientarse por las calles. No había cambiado nada, dos obras aquí y allá quizás, pero en definitiva, la esencia era la misma. Torció a la izquierda hasta llegar a la plaza más famosa del centro de la ciudad, la que guardaba el busto en conmemoración al alcalde Ray Kimble. Algún graciosillo le había pintado bigote y había unido sus cejas con rotulador, aunque, ahora que hacía memoria, eso estaba así desde que tenía uso de razón. Se dirigió hacia un banco situado detrás de una fuente rota y se sentó, jugando con el vaho helado que salía de su boca como cuando era niño y quería simular que fumaba. Observó la plaza tranquilamente, recordando escenas de años atrás, como siempre. Este lugar había sido su refugio de paz cuando era adolescente, el sitio a donde había huído cada vez que las cosas en su casa se ponían feas, o cuando le expulsaban de alguna clase en el instituto… sí, se sentaba en el banco en el que estaba ahora y se ponía a leer. O a beber, eso según su estado de ánimo y el día que tuviese.
Si mal no recordaba, detrás del roble muerto de enfrente era donde le habían apuntado por primera vez con una pistola en la cabeza. Había sido un puto vagabundo borracho y enfermo que se había limitado a regodearse del terror que le infundaba con el cañón de esa Mágnum dirigiéndose hacia su ojo. Aún recordaba el tacto del metal recorriendo la línea de sus cejas, los pómulos, el mentón, los labios… aún recordaba el sabor amargo a pólvora en su lengua cuando el viejo le había obligado a abrir la boca para introducir su pistola en ella. Afortunadamente, ese incidente acabó rápido: en cuanto ese pirado comprobó que no llevaba dinero encima, se había ido echando leches. Sí, era una bonita anécdota para recordar, aunque, desde luego, no la peor. Ese honorífico puesto se lo dejaba al intento de violación que había sufrido en el callejón que tenía a su espalda no mucho tiempo atrás, quizá tres años antes de salir de la ciudad con su banda. Un cuarentón desenfrenado le había abordado a las tantas de la madrugada mientras él intentaba caminar dos pasos seguidos sin caerse a causa de una borrachera. Se lo había llevado hasta los cubos de basura y le había estampado contra la pared, agarrándole por las muñecas y frotando su cuerpo seboso contra el suyo, mientras le rompía la camisa y le intentaba desabrochar los pantalones entre jadeos. Sus gritos no habían servido de nada, lo único que recibió a cambio fue un “¡Iros a un motel, maricones!” por parte de algún transeúnte, ¿pero qué iba a esperar de los ciudadanos de Belleville? Los gemidos de aquel hombre ahogaban prácticamente sus palabras. Por suerte una vez más, la solución estaba a medio metro de su mano, brillando: estiró el brazo y agarró como pudo lo que parecía una botella de Tekila, y sin pensarlo dos veces le atizó a aquel cerdo en la cabeza, una y otra vez, hasta que notó cómo su fuerza se relajaba y descargaba su peso contra él, inconsciente. Entre bufidos, consiguió zafarse y salir de debajo de su cuerpo; se apoyó en la pared y respiró hondo en un intento de normalizar su respiración y controlar las náuseas que le sobrevenían, pero el efecto del alcohol sumado a lo que acababa de ocurrirle le venció, y acabó vomitando. Volvió la vista al cuerpo inerte de aquel hombre y le contempló, descubriendo con repugnancia que tenía la mano metida dentro del pantalón.
Coitus interruptus, hijo de puta, pensó mientras le propinaba una patada en el estómago y salía corriendo del callejón secándose las lágrimas.
Algo le rozó la nuca y le hizo saltar en el sitio; se giró, pero no había nada ni nadie.
El viento, se dijo encogiendo los hombros. De repente, algo salió de detrás del banco y le cogió del cuello profiriendo alaridos y zarandeándole, haciéndole gritar con el corazón desbocado. De repente, ‘la cosa’ paró y comenzó a reírse, saliendo a la luz. Era Frank.
- ¡Serás…! ¡Joder, c-casi me matas de un infarto, GILIPOLLAS! –consiguió balbucear mientras se masajeaba el pecho. Enfadado por la incesante risa de su amigo, se levantó dispuesto a irse, pero antes de que pudiese dar media vuelta Frank le cogió del brazo y le atrajo hacia él.
- Ey, Gee, no te enfades –dijo haciendo un torpe esfuerzo por contener la risa.
- Tío, ¿tú sabes lo neurótico que estoy desde lo del autobús? ¡Se me ponen las pulsaciones a mil cuando alguien me toca la espalda por detr…!
- Va va, lo siento. Perdona, de verdad, no he caído en eso… no te enfades, anda. Es que estaba efusivo.
- Sí, eso lo he notado –alegó sacando el paquete de tabaco del bolsillo trasero del pantalón y encendiéndose un cigarro.
- ¿Tienes más? –contestó señalando con un gesto de la cabeza la cajetilla.
- No, tengo menos –dijo expulsando el humo con hastío- Y por cierto, has tardado, lo cual tiene mérito dado que vives a treinta metros.
- Oh, ya, lo siento, he tenido que sacar a los perros.
- ¿Los perros? Ah, Frank, cariño, asume que murieron hace años, no te viene nada bien fingir que tus peluches son como ellos, porque aunque se parezcan mucho, no lo son.
- Idiota –dijo con una risotada- Mi madre ha comprado dos cocker nuevos, tiene un cariño especial con los perros que tienen la cola larga.
- ¿La cola larga? –repitió rascándose la barbilla con una pequeña sonrisa de suficiencia- Ok, me guardo el comentario –finalizó expulsando humo de nuevo y abrochándose el abrigo- Vamos a dar una vuelta.
- ¿Qué has querido decir?
- Que te he echado de menos en estas dos semanas, enano –dijo plantándole un pico mientras caminaban.
- Yo también –sonrió- ¿Tienes todo preparado?
- Sí, mañana me acoplo en tu casa.
- Genial, ¿y qué planes tienes, qué te apetece que hagamos? –como respuesta, Gerard rodeó despacito su cintura con el brazo y le propinó un pequeño muerdo en el cuello- Ok.
Pasearon huyendo de la luz pálida de las farolas, cogidos de la mano y separándose alternativamente para ir cada uno a su ritmo. Los jardines de las casas parecían respirar secos y marchitos bajo el efecto del característico frío de Nueva Jersey, ese que junto con un Sol pegajoso que duraba casi una jornada completa hasta que la noche caía, no se daba igual en ninguna otra parte. Eran como un pulmón artificial que sobrevivía conectado a una máquina; se mantenían a base de constantes dosis de aspersores. Y Gerard había recurrido a esa metáfora en su juventud para justificarse a sí mismo y corroborar su comportamiento ante los demás. Solía alegar que su mente era como los jardines de Nueva Jersey, necesitada siempre de cierto líquido para sobrellevar su existencia.
Al llegar al muro que separaba la famosa de fábrica de zapatos Martin’s Bubble de un pequeño parque infantil olvidado, Ge alzó levemente el brazo para que Frank aminorase la marcha y se quedó mirando la pared de piedra mugrienta. Se acercó con un deje de reconocimiento en los ojos y la acarició como si intentase sentir las palpitaciones del tiempo. Sonrió. Sus palabras seguían escritas, como no podía ser de otra forma en aquella ciudad.
HA LLEGADO AL FIN LA NOCHE,
HA CRECIDO LA NEGRURA...
Y ESTAMOS JUNTOS Y SOLOS
SIN OTRA LUZ QUE LA LUNA
- ¿Quién escribió esto? –preguntó Frank creyendo saber de antemano la respuesta. Tras un breve silencio Gerard respondió.
- Yo.
- ¿Y para quién era? –preguntó al cabo de unos segundos.
- Pues… -vaciló sobre si contestar de forma sincera o no.